
Momento en el que la policía captura a Gavrilo Princip en Sarajevo el 28 de junio de 1914, minutos después del asesinato del archiduque austrohúngaro Francisco Fernando.
Las efemérides de la Gran Guerra se hacen buen eco estos días. No durará mucho en el tiempo (más en las librerías con tropecientos ejemplares oportunos) pero sí quizás lo suficiente para que nos enteremos un poco mejor de lo que fue aquello. Y eso que la LOGSE ya lo despachó con un par de páginas en los libros de texto.
Lo bueno de ver las cosas a toro pasado es que cualquier juntaletras con blog inoportuno te hace un resumen de lo que pasó en una frase. Me lo pido. Después de repartirse el pastel colonial en la infame Conferencia de Berlín, imperios, naciones, diplomáticos y peña de gatillo fácil se pican, se ponen farrucos, amenazan, se lo creen y aprovechan la mínima excusa para pegar el primer petardazo. FIN. Aplausos… Bueno, aplausos no. El resultado no fue de vodevil barato: casi diez millones de muertos, el mundo (sobre todo Europa) cambiado de arriba a abajo, y de propina un sabroso caldo de cultivo para que los fascismos y el comunismo más brutal se frotasen las manos.
«A París en seis semanas», decían los soldados alemanes que iban al frente. Confiaban en el progreso tecnológico, en sus gobernantes, en el «todo irá bien»… que en poco más de mes y medio montarían una tienda de Bratwürsts en Saint-Germain. Y quien dice alemán, dice francés, turco, austriaco, húngaro, ruso, o inglés (perdón, británico). La carne de cañón no entiende de pasaportes.
Me gusta llamarla, en efecto, la Gran Guerra, como los de la época, en lugar de I Guerra Mundial. Cómo debió ser, qué tremendo impacto debió causar para que, después de milenios repartiendo estopa entre nosotros, se la denominase superlativa. Me pregunto si la sociedad era consciente de haber andado por el alambre a pesar de que le progreso y el avance eran evidentes. Si, como ahora, se sabían en manos de gentuza sin escrúpulos. Si, como ahora, la amenaza de los nacionalismos se infravaloraba. Si, como ahora, los intereses comunes se subordinan a los económicos de unos pocos. Si, como ahora, el hombre estaba hecho para el sábado. En definitiva, si era como ahora.
La estupidez demostrada por los vencedores en el Tratado de Versalles me recuerda peligrosamente a los ridículos y triviales pactos errados de nuestra Unión Europea. Capaz de poner un piloto tocapelotas en tu coche si no te abrochas el cinturón pero impasible y sumisa ante las zarpas del oso ruso, por poner sólo un ejemplo. La panorámica actual es una oda al fracaso. El cortijo franco-alemán se resquebraja con el ascenso de la extrema y antieuropeísta derecha gala (ojo, la cuna de la liberté, égalité y bla bla bla; que tire la primera piedra quien…); los británicos están deseando pirarse, los PIGS nos hundimos en la miseria, y los países nórdicos, adalides del estado de bienestar, se huelen la tostá y endurecen sus requisitos de inmigración. En definitiva, los Estados Unidos de Europa se han ido al carajo.
Pero esta caterva de despropósitos no son flor de un día. La falta de identidad, el mercadeo de principios, empezó hace mucho tiempo y se consumó con el reinado de la indiferencia. Esa indiferencia tan europea de la que ya pecaron los diplomáticos de principios de siglo. Esa misma indiferencia negligente del fiera de Chamberlain cuando sirvió con bandeja de plata los Sudetes a Adolfo. ¿De qué me suena a mí esto? Si Europa renuncia a sus principios, basados en los pilares de la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana, ¿qué nos queda? ¿El modelo laboral tiránico de los chinos? ¿El fanatismo religioso de la Yihad? ¿El modelo bolivariano? No, gracias. Prefiero a mi Erasmo de Rotterdam, a mi Albert Camus, a mi Séneca, a mi Aristóteles, a mi Cicerón, a mi Churchill, a mi Baltasar Gracián…
En cualquier caso, tendremos, seguro, una nueva oportunidad de levantarnos, pues la Historia nos señala que la pelota tarde o temprano vuelve siempre a tu tejado. No estaría mal prepararnos para ese momento. Es nuestro deber.
El fútbol es un milagro que le permitió a Europa odiarse sin destruirse.
Paul Auster
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