Resulta paradójico que en la época de nuestra historia, cuando menos guerras se libran y menos muertes se registran, el sentimiento generalizado de vulnerabilidad es mayor. Ciertamente, nunca antes los índices de decesos por enfermedad, pobreza, conflicto armado o terrorismo han sido tan bajos. La misma Europa occidental, prácticamente en conflicto perpetuo desde los albores de Roma, lleva más de 70 años de firme y duradera paz. Otros escenarios más exóticos, como Japón, Australia, grandes regiones africanas o sudamericanas, pueden presumir de una estabilidad inusitada en la tortuosa historia del ser humano.
¿A qué se debe, pues, esa inquietud constante, que genera una suerte de vértigo social? Tan cierto es que vivimos en un escenario objetivamente más pacífico como que los efectos de la globalización nos han obligado a incrementar el círculo de miedo y riesgo, provocando una mayor sensibilidad al temor de la amenaza externa. Como botón de muestra, el yihadismo. Nadie diría que vivimos tranquilos con semejante amenaza, aunque realmente la relación de atentados y muertos sea realmente baja dentro de una comunidad, la europea, compuesta por más de 300 millones de habitantes. Y eso que la peor parte se la llevan los propios países musulmanes. Pero la sensación de riesgo y peligro es bien notoria y apenas basta que un radical, un adoctrinado o simplemente un perturbado, apuñale a alguien en una cafetería o un tren para que nuestra sensación de seguridad se haga añicos. Al menos por unos días. En cualquier otra etapa de nuestra historia estos hechos serían tan poco relevantes e incluso ridículos ante las guerras, hambrunas y pestes. Pero hoy no. Hoy, cuando nuestros pilares de democracia y seguridad son más fuertes que nunca, mayor es nuestro temor a que cualquier iniciativa perversa, por pequeña que sea, pueda tambalear lo construido.
Una idea que puede resultar, desde luego, comprensible y humana, pero que por otra parte deja a las claras la poca confianza que tenemos en nosotros mismos y nuestras estructuras. Una desconfianza que se traduce en vergonzosas respuestas cortoplacistas y cobardes antes auténticos dramas que sí parecen atávicos, de otras épocas mucho más bárbaras, como las oleadas de refugiados que se agolpan a las puertas de nuestro club vip europeo y que gestionamos con verdadero sonrojo.
El problema no es de fácil solución, y no encontraremos una varita mágica. No. Hace falta confianza. Confianza en nuestros propios principios europeos: humanismo, derecho, caridad, solidaridad. Preguntémonos qué es lo que hubieran hecho los Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro o Luis Vives ante el drama, por ejemplo, de Calais. La respuesta la tenemos. Apliquémosla sin miedo.
*Artículo publicado en Revista Aseguranza.
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