A Diego.
Una carta de despedida de un niño de 11 años a su familia basta para desgarrar como un puñal aserrado que se abre paso a través de las entrañas. Es una carta sencilla, dulce, en la que el niño, Diego, le dice adiós a su padre, a su madre, a su hermana, a su tío y a su abuelo. A los que quiere, como cualquier niño normal. Sus líneas denotan disculpa, pero su sencillez, su terrible sencillez, traslucen un puño maduro y decidido. Con apenas 11 años. Qué no habrá vivido, qué no habrá sufrido. Habla de su juguete preferido como garante de sus últimas voluntades.»Espero que algún día podáis odiarme un poquito menos».
Después del salto, desgarro. Llanto. Padres rotos. Una familia que sólo había amado, hecha pedazos. Porque Diego, reflejo de su hogar, amó hasta el final: a sus padres («juntos sois los mejores padres del mundo»), a su abuelo («te quiero mucho»), a su hermana («espero que encuentres trabajo muy pronto»), a su tío («me has ayudado mucho»).
Diego decidió acabar con todo en octubre, y meses después, sus padres, sus atónitos y destrozados padres, porfían descarnados para que la Justicia (con mayúscula) tenga la decencia de aclarar el caso, pues en la misiva, sólo una línea perturba la lucidez final de Diego: «No aguanto ir al colegio». Pero nadie sabe nada, ni profesores, ni directores, ni sus compañeros. Y la culpa será del niño, de Diego.
Hace unos meses escribí sobre el miedo. El creciente y pesado miedo que amenaza el porvenir de los nuestros. Mis palabras de hoy las entiendo como consecuencia de aquellas otras proféticas. Pocas cosas me han dolido tanto como leer la carta de Diego, que antes ya habían escrito Carla, Aranzazu o Jokin. ¿Quiénes son? Las víctimas de un ecosistema opresivo y egoísta con nuestros niños, a quienes convierten en cazadores y cazados. Los tabúes y egoísmos sociales que hemos aceptado mirando para otro lado nos convierten en engranajes de ese mecanismo repulsivo. Aquellos que debemos proteger y alentar, acaban saltando por la ventana u oprimiendo al débil. Hemos fracasado. Hemos querido fracasar. Porque aquél que no ama al niño, no se esfuerza en su educación, en fomentar su honestidad, es un ser despreciable.
Nos quejamos mirando hacia arriba cuando ese culpable abstracto no es otro que nuestra vergüenza horizontal. Es lo que hemos creado y lo que estamos padeciendo. Los desprecios por el saber, el conocer, el comprender, el analizar, el exigir, y, al fin y al cabo, el amar, son nuestros grandes errores como especie. Sí, como especie, porque mucho más allá de nuestros egoísmos y fracasos inmediatos estamos condenando el futuro al crear un ejército de inmisericordes e inexorables con el prójimo.
Y lo peor, lo más doloroso, es que cuando los ánimos se desinflen y nuestros intereses vuelvan sus miradas a lo cotidiano, Diego se disolverá en la tiranía de la memoria colectiva; dejando un vacío que sólo su familia llorará.
El futuro del mundo pende del aliento de los niños que van a la escuela
El Talmud
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Carolusrex
enero 26, 2016 at 11:28 pm
Tu carta conmueve los tuétanos del alma.