Más que el calor, que ya hacía mucho incluso antes del mediodía, me resultaba durísima la humedad asfixiante. Nunca he llevado bien el calor; me pone de mal humor. Por si fuera poco, durante un buen rato tuve que colocarme sobre una vieja estructura derruida sin ningún tipo de cobijo ante el inclemente sol. Pero es que la imagen merecía el sacrificio: dos pequeños riachuelos en paralelo, formados por niños sujetándose la manga izquierda, con caras serias, de preocupación, desembocando en la sombra de un gran árbol donde acababan recibiendo un pinchazo. Uno tras otro, con sorprendente agilidad a pesar de lo numeroso del grupo, el ritual se repetía en cada uno de ellos. “Attrape le coton”, “agarra el algodón”, decían Antonio y Alfonso a cada niño después del correspondiente pinchazo.
El calor me resulta insoportable, pero justo en ese momento tengo que aguantar el tipo o la grabación se me irá al garete. Debo mantener el pulso firme y sin titubeos durante varios segundos más. Entonces noto algo en el antebrazo. La tensión del momento me obliga a obviarlo. ¡Uf, qué calor! Arrugo la frente para combatir inútilmente la caída de las gotas de sudor. Sólo unos segundos más… y vuelvo a notar algo en el mismo antebrazo, esta vez, un contacto más prolongado que el anterior. Con fastidio tengo que parar de grabar y miro para ver qué es lo que pasa. Allí hay una niña de unos seis o siete años, con el pelo recogido, vistiendo un ajado uniforme escolar a cuadritos. De la niña, no obstante, captan mi atención de inmediato un par de ojitos rasgados. La niña se sobresalta por mi brusca reacción. Me mira con, lo que yo entiendo, es un poco de vergüenza porque la he pillado tocándome el brazo. Por supuesto le sonrío, le doy los buenos días en mi chapucero francés y le acaricio la mejilla. No quiero que piense que me ha molestado. Ella permanece inmutable, mirándome fijamente con esos hipnóticos ojos rasgados. Entonces la enfoco con la cámara de fotos y le pregunto su nombre. “Grace”, dice con voz fuerte. Esos ojos rasgados ya tienen nombre. Por alguna razón, en cuestión de instantes, es como si conociera a Grace de siempre. Como si supiera cómo ha sido su vida todo este tiempo. Es un vínculo inmediato difícil de explicar. Supongo que hay que estar allí, con estos niños, para comprenderlo y, sobre todo, vivirlo.
“Attrape le coton”. Me pregunto cuántas veces, durante doce años, Antonio, Alfonso, y todos los profesionales de Grupo IHP que han participado en alguna campaña de vacunación, habrán dado esa orden a los niños. En realidad, sí lo sé. Casi medio millón de veces. Medio millón. Creo que estas dos palabras no representan realmente el calado de la cifra que representan. Medio millón de niños, de vidas, de futuros, que reciben una segunda oportunidad por el simple gesto de un pinchazo. Bueno, quizás haga falta algo más que un pinchazo. También hace falta voluntad. Voluntad de ayudar y de sacrificio. De sobreponerse a la dificultad y entender que al final, todo, absolutamente todo, lo justifican los niños. Niños como mi amiga Grace y sus ya inolvidables ojitos rasgados.
*Artículo publicado en el blog de Grupo IHP Pediatría.
Comentarios recientes
Archivos
- septiembre 2018
- junio 2018
- mayo 2018
- marzo 2018
- febrero 2018
- enero 2018
- diciembre 2017
- noviembre 2017
- octubre 2017
- septiembre 2017
- agosto 2017
- julio 2017
- junio 2017
- mayo 2017
- marzo 2017
- diciembre 2016
- noviembre 2016
- octubre 2016
- septiembre 2016
- agosto 2016
- julio 2016
- junio 2016
- mayo 2016
- abril 2016
- marzo 2016
- febrero 2016
- enero 2016
- noviembre 2015
- octubre 2015
- septiembre 2015
- marzo 2015
- febrero 2015
- enero 2015
- diciembre 2014
- octubre 2014
- septiembre 2014
- agosto 2014
- julio 2014
- junio 2014