La explosión de la terrible, descarnada y vergonzosa crisis de refugiados (si aceptamos ese limitado e inexacto concepto) ha coincidido con mi pausada lectura de Matar a un ruiseñor. En el clásico de Harper Lee, bien es conocido, se esconde una recomendable lección de vida justificadas por las vicisitudes de la pequeña Scout y el devenir de un sencillo juicio contra un negro en los años 30 estadounidenses. Una lección de vida, digo, personificada en la figura del flemático Atticus Finch y sus sosegados pero firmes discursos.
Los buenos libros, las buenas historias, tienen la particularidad de hacernos sentir parte de ellas. De creer que sus personajes, no sólo viven y laten, sino que también coexisten en algún lugar de nuestro imaginario.
Llevamos meses (a pesar de la tardía alerta mediática) almorzando imágenes del drama de los desplazados, propias de otro tiempo pretérito más que de la idealizada Europa de nuestros días. En esta película neorralista (y a veces italiana) vemos cómo Hungría, miembro de pleno derecho de la UE, la OTAN, la OCDE y firmante de Schengen, simboliza mejor que nadie el fracaso del proyecto europeísta. Las agresiones, el desgarro de familias, las represiones policiales o los desafíos del primer ministro Orbán, son muestras inequívocas de esta zozobra continental.
¿Son los húngaros xenófobos? No lo sé. A pesar de Petra Laszlo y Viktor Orban, por ejemplo, no creo que lo sean más que otros países y regiones del Viejo Continente. Lo que sí sé es que Orbán ha ganado tres elecciones y ya en 2011, cuando Hungría ostentaba la presidencia de turno del Consejo Europeo, amordazaba a la prensa del país (las imágenes del niño Aylan han sido, de hecho, censuradas en los medios magiares). Y nadie dijo nada.
No nos despistemos. Los grandes culpables de esta crisis son Al Assad, los rebeldes sirios y el yihadismo, pero a nadie se le escapa la terrible evidencia de que, una vez más, la UE es poco más que un conglomerado de reinos taifas, más pendiente de las propias fronteras de cada miembro que del conjunto global. La imagen más aterradora de los últimos días ha sido ver el Parlamento de Bruselas prácticamente desierto cuando tocaba hablar de este urgentísimo asunto.
Europa, decíamos, no es el principal culpable, desde luego, pero sí cómplice del drama. Un drama que nos afecta, desde Grecia hasta Portugal, desde Malta hasta Irlanda. Resulta descorazonador comprobar que no hay respuestas ni planes A, B o C. Sabíamos que Siria era un polvorín desde hace cuatro años, sabíamos que los turcos están más pendientes de matar kurdos que de echar una mano, sabíamos que Rusia no dejará de proteger a Al Assad, sabíamos que Aylan moriría… y no hicimos nada. Y no hacemos nada. Las consecuencias ya se han desencadenado y seremos nosotros, ciudadanos (y, por qué no, también cómplices de la ineptitud de quien nos gobierna), los que pagaremos las consecuencias al ver nuestras sociedades sacudidas por estos fenómenos inevitables pero que podrían haberse previsto y gestionado mejor.
Hablaba de Atticus Finch, el firme, recto y honesto Atticus. Fantaseaba imaginándomelo en ese erial que es el Parlamento Europeo o en la oficina de Orbán en Budapest, con su discurso contundente pero sensato, recordándonos los valores fundamentales de convivencia y progreso sobre los que se fundó la UE. Sobre la identidad y cultura occidental defendida pero en vanguardia. La imagen, hoy por hoy, es desde luego grotesca.
Uno no comprende realmente a una persona hasta que no se mete en su piel y camina dentro de ella.
Atticus Finch
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Carolusrex
septiembre 17, 2015 at 3:28 pm
Tus reflexiones sobre el drama sirio y sobre la miseria colectiva moral de la UE, (tan perversa es la xenofobia como el buenismo impostado) dibujan el pesimista futuro de convivencia y de valores al que nos enfrentamos. Y mientras, en España, gritando ¡Viva Cartagena!
José María
septiembre 18, 2015 at 12:39 am
Sí señor, tremendo escenario en el que nos encontramos y que que solo es el principio, mucho me temo.
También no estaria de más destacar el papel de los EEUU en todo esto. En mi opinion, haciendo y desaciendo, y finalmente dejando chapuzas a medio hacer, las cuales no les toca sufrir en sus carnes.