8:14. Tomamos tierra suavemente en Bruselas tras más de nueve horas de vuelo desde Dehli. Cansancio. Más aún cuando la memoria alerta de otro vuelo y un AVE Madrid-Sevilla de forzosa propina. El alba se muestra tímido en la capital de Bélgica. De repente, el avión frena, aún lejos de la terminal de llegadas de Zaventem. El capitán nos pide paciencia para el desembarco, desapasionadamente, debido a un «incidente» en el aeropuerto.
Quince, veinte, cuarenta minutos… Una hora, hora y media… Seguimos confinados mientras vagos testimonios nos desconciertan vía SMS: «explosión», «amenaza», «atentado». Por las ventanillas se atisba el creciente trajín en el exterior. Vemos aviones como el nuestro ‘vomitando’ pasajeros, flujos intermitentes de policías, bomberos y, horror, ambulancias.
Los mensajes de móvil se disparan y hablan de hechos terribles. Muerte y destrucción apenas diez minutos antes de nuestra llegada. Se intuye la firma del Estado Islámico, el desgarro de los asesinos del Daesh. Los cobardes terroristas golpean el corazón de Europa, símbolo de la Unión, pocos días después de que cayera Salah Abdelsam, el otro gran cobarde de París.
Un bombero irrumpe en el avión; con gesto acelerado nos insta a abandonar la nave y pide que no carguemos con ningún equipaje. La preocupación general se tiñe de silencio y obediencia. Nos trasladan a una explanada de gris alquitrán fuera del aeropuerto. Hace frío. Todos los pasajeros de la mañana, muchos niños y ancianos, más de 2.000, se agolpan confundidos. Cerca hay ambulancias y quien estira la traquea ve heridos ensangrentados. Ahora sí, se consuma el horror.
Una hora después nos enlatan en autobuses que no se deciden a arrancar para alejarnos del miedo. En cambio, al rato, nos devuelven al aeropuerto, a un hangar gigantesco y frío. Ante la flagrante falta de información y recursos, se percibe no obstante una suerte de solidaridad silente entre los asustados pasajeros. Somos sombras perplejas. Las horas pasan, la fatiga aumenta, las cábalas sobre la fortuna se disparan… mientras tanto, esperamos. Solo esperamos. El tedio no se altera ni por el estruendo de una explosióncontrolada en la lejanía.
Por fin, tras horas de dura pugna por los preciados enchufes que cargan móviles y ordenadores, vuelven los autobuses. 40 pasarejos por coche. Ni uno más, ni uno menos. Nos llevan pesadamente a un campamento de la Cruz Roja, donde más que alivio, la certeza de que hoy no volveremos a casa tumba al iluso espejismo del retorno al hogar.
¿Todo esto está pasando? ¿De verdad? ¿En Bruselas? El sentimiento resultante de esta incierta experiencia es precisamente ese: incertidumbre. El terrorismo yihadista, llámese Daesh, Al Nusra, Boko Haram o el que esté por venir, se ha alzado como principal peligro de nuestro querido cortijo europeo, que dio sus primeras muestras de camelo institucional con la crisis económica y que se han confirmado con la descarnada avalancha de refugiados y la misma inoperancia antiterrorista.
Daesh ha golpeado donde más nos duele. Desde sus eriales de Oriente medio ha sabido pinchar como nadie nuestra burbuja de mentira, aquella en la que nos creíamos a salvo de todo y de todos. Los yihadistas han sabido, primero, decirnos como nadie que debemos tenerles miedo, merced a una maquinaria mediática del terror sin precedentes, y segundo, golpeando símbolos de nuestra cultura, sociedad y libertad.
Pero no se preocupen por Daesh. Perdón. Sí, preocúpense. Pero deben temer más a ése que está por llegar, y que pulirá y perfeccionará lo que los súbditos del «califa» Al Baghdadi han comenzado gracias a la debilidad de nuestra Europa.
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